DOMINGO DE LA ASCENSIÓN
En el Evangelio de hoy contemplamos la Ascensión de Jesús. Después de cumplir su misión redentora regresa al Padre; pero este partir no significa que nos deja solos o nos abandona a nuestra suerte; por el contrario, parte dejándonos bendecidos y fortalecidos por el cumplimiento de una promesa.
Dice la Palabra: “Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo”.
Bendición es el último gesto visible de su amor, una bendición que contiene la promesa de seguir unido a nosotros en el amor; una señal de su protección desde el cielo; una bendición que significa el amor que siente por todos y cada uno de nosotros, por ti, por mí, por todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares; una bendición que también debería brotar de nuestro corazón cada día, porque el mundo necesita señales de bien y de amor, gestos concretos, sencillos, reales. Bendigamos en lugar de pelear, bendigamos en lugar de comentar de los demás, bendigamos en lugar de quejarnos tanto, bendigamos en lugar de juzgar, bendigamos, bendigamos, y volvamos a bendecir, y si lo hacemos de corazón, a nosotros y a quienes vayamos encontrando y bendiciendo en la vida, nos pasará como a los discípulos, que se llenaron de alegría. “Volvieron a Jerusalén con gran alegría” dice el Evangelio.
Pero, no sólo nos bendice, sino que nos asegura que la promesa del Espíritu Santo será realidad. Nos dice “Yo les enviaré lo que mi Padre ha prometido; ustedes quédense en la ciudad, hasta que se revistan de la fuerza de lo alto.» Cómo no alabarlo si nos promete enviar un derramamiento de su amor en nuestras vidas, nuestra fe, nuestra historia, nuestra misión en esta tierra”; si nos ofrece gratuitamente un amor que nos llenará de fuerza interior para enfrentar todo lo que la vida nos depare, nos pida, nos exija o nos hiera. Esperemos con fe, porque su Palabra se cumple siempre.
Alegrémonos, demos gracias, bendigámoslo, porque no somos hijos e hijas abandonados. Tenemos un Padre y un hermano que velan por nosotros, que nos miran y cuidan con amor. Y cualquiera que sea nuestra experiencia familiar, y aunque nos hayan herido mucho las relaciones humanas, no dejemos que eso empañe la realidad de tener un Padre Dios que SÍ nos ama, nos cuida, nos carga en sus brazos, nos abraza, nos consuela; y tampoco dejemos que nuestros dolores nos hagan olvidar la salvación que nos ganó Cristo. El vino, nos amó, nos sanó, nos enseñó una manera nueva de vivir, nos liberó de nuestras cadenas, nos salvó de la muerte.
Que ninguna mala experiencia nos haga dudar del amor infinito e incondicional de Dios Padre, de Cristo, del Espíritu de Amor que nos habita. Y particularmente en estos días en que nos preparamos para celebrar Pentecostés, dispongamos nuestro corazón para que el Espíritu Santo se libere en nuestro interior y se derrame hasta los últimos rincones de nuestro corazón con su fuerza y con su luz.
En este día de la Ascensión del Señor abramos todo nuestro ser para recibir la bendición de Cristo y prepararnos al derramamiento del Espíritu.