Valentina Sánchez Contreras, es una joven chilena de la localidad de Quilpué (Valparaíso-Chile), católica y con un amplio sentido social y crítico de la sociedad.
Desde temprana edad demostró interés por múltiples zonas del conocimiento, lo que la llevó a participar durante su enseñanza media (segundaria) en el programa BETA-PUCV para Buenos Estudiantes con Talento Académico.
Por este tiempo, también comenzó su interés por su ser espiritual, que la ha llevado a participar en diferentes instancias juveniles de las parroquias de Quilpué y Viña del Mar.
Destaca su sensibilidad hacia el arte, especialmente el baile, realizando estudios en esta área, especialmente en folklore chileno y latinoamericano.
Ingresa a realizar estudios de pedagogía en Historia, Geografía y Ciencias Sociales en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Valparaíso-Chile); tras lo cual desarrolla docencia en diferentes colegios de la región.
Desarrolla estudios de Danza en la Academia del Ballet Folclórico Nacional (BAFONA) y ha participado bailando en el Ballet Folklórico de Viña del Mar (BAFOVI) y en la Agrupación de baile caporal “Reales Brillantes” Filial Valparaíso, desde donde recorrió los carnavales de la zona andina como los de Arica (Arica y Parinacota-Chile) y Puno (Puno-Perú) donde se le rinde tributo a la Virgen de la Candelaria o “la mamita”. También es bailarina de Cueca, baile nacional chileno, y ha desarrollado talleres en relación con baile, específicamente a niños y niñas con discapacidad.
Con un marcado cuestionamiento social, su pensamiento se enmarca en la generación “Millennials”; demostrando interés por las causas sociales, paridad de género, ecología, equidad social, lucha por la igualdad y vida saludable.
Actualmente desarrolla funciones de tutora educativa para jóvenes infractores de ley de la región de Valparaíso; dónde busca evitar la deserción escolar y promueve la inserción social de la población juvenil en conflictos con la ley.
FLUIR DE CONSCIENCIA: RECUPEREMOS EL ALIENTO, NUNCA ES TARDE
Como estudiante de historia, a lo largo de la carrera estudié cómo la humanidad se comportaba a través del tiempo. Con énfasis en guerras, en la capacidad de razonamiento, en la capacidad de crear y destruir, en cómo el humano sentía y se desarrollaba. Observábamos y analizábamos la humanidad como una masa, en donde a veces las cifras no nos permitían a mi parecer, comprender realmente la profundidad de lo que implican millones de muerte en una guerra, o el hambre o dolor en el mundo. También estudiábamos a un ser humano que desarrollaba un pensamiento mágico, una reflexión espiritual, su capacidad de amar, de perder la razón en las pasiones, de ser egoísta y la vez de entregarse de forma desinteresada. Estudiábamos a las personas “célebres” como personajes de trascendencia, algunos intelectuales, artistas, políticos, economistas, deportistas o científicos. En algunas ocasiones analizábamos una sociedad como un conjunto de seres humanos en convivencia.
Actualmente vivimos una pandemia, un virus nos tiene separados físicamente y la distancia que se produce en términos corporales se extiende al pensamiento y a la emoción.
En este contexto se han vuelvo evidente la desigualdad entre los seres humanos a pequeña y a gran escala, tanto si observamos una ciudad, un país o el mundo en su conjunto. Y me sigo preguntando porque se mantiene esta desigualdad, cuál es el fundamento esencial que profundiza una desigualdad creada en la relación y en el tiempo.
Y no pienso que todos seamos iguales en el modo de pensar, sentir o querer las mismas cosas, más bien me refiero a una desigualdad en términos de oportunidades de desarrollo (en un amplio sentido), de acceso a bienes básicos y de una vida digna. De la capacidad de sentirnos realizados más allá de cualquier diferencia cultural.
Si bien soy consciente por mi formación que no existe una sola causa, y que los procesos históricos y sociales son multicausales y por ello mismo complejos, también creo que siempre hay elementos que son fundamentales, que producen el clic que hace el cambio y que genera las grandes revoluciones.
En este contexto no puedo no estar sesgada por mi tradición cultural, occidental-amerindia y por mis creencias católicas sincréticas, así como por mi condición de mujer feminista. Sí, todos son factores con los que podrían desarmar todo mi argumento, pero no me importa demasiado en este momento, simplemente necesito expresar por escrito mi fluir de la conciencia. Lo que ocurre en una mente inquieta que parece no callarse nunca.
Quijotesco y un poco kamikaze, parece en estos tiempos pensar que el mundo puede ser mejor y que podemos construirlo de manera conjunta más allá de un discurso bonito y correctamente aprendido. Pero la pregunta que subyace siempre es el cómo. ¿Cómo carajo construimos ese mundo? Y pecaría de soberbia si creyera que esta pequeña reflexión pudiese solucionar todos los problemas del mundo.
Pero siento en mi corazón, que si bien los humanos tienen una capacidad cerebral increíble y complejísima capaz de solucionar problemas enormes y de crear cosas maravillosas, aun no aprende lo esencial, como comunicarse positivamente con el otro.
Y cuando me refiero a comunicarse, no sólo me refiero al habla y la escucha, ni tampoco al aprendizaje de idiomas o dialectos, tampoco a la creación de formas de mayor acceso y equidad para personas con algún tipo de discapacidad. No, a lo que me refiero es a algo más profundo y difícil de materializar, de explicar y de poner en práctica. Imposible de sistematizar y de comprender totalmente, pero como dije, creyendo en un Dios que no logro comprender, cómo no iba a creer en la posibilidad de cambiar el mundo con aquello que aún no logro comprender en su totalidad.
De todas formas quiero explicar las ideas que nacen de mí al respecto. Cuando pienso que el problema esencial a resolver es el de la comunicación, me refiero a éste en un sentido más emocional, más espiritual, más empático. Me refiero a ver al otro como un ser que vale lo mismo que yo, más allá de lo que tenga, de sus errores o aciertos. Cuando hablo del valor del otro hablo en realidad de la valoración. Todos tenemos personas que admiramos y personas que miramos con cierto desdén, parece inevitable en nuestra condición imperfectamente humana. Sin embargo, que alguien no me agrade no quiere decir que le deseo mal o que no soy capaz de ver algo positivo en ese otro.
Lo sé, a veces es profundamente difícil, pero ¿cómo damos mayores oportunidades a un niño, por ejemplo, si lo miro desde el prejuicio de lo que viste, de donde viene o por cómo habla? ¿Cómo conozco el potencial real del otro si no soy capaz de mirarlo con amor?
Si quizá el amor siga siendo la clave y la comunicación sea el canal que permita llegar a esta fuente esencial.
Entonces que nos detiene, si somos capaces de resolver difíciles ecuaciones, sumergirnos en el mar y viajar a la luna. ¿Por qué no podemos con algo que de facto parece mucho más sencillo?
¿Qué pasa con nosotros que no lo logramos? Creo que hay dos factores a considerar en este sentido: La interdependencia y el libre albedrío.
No sirve de mucho que uno entienda la idea general aquí expresada si la sociedad en su conjunto no lo comprende, dependemos unos de otros y pretender que uno tiene una supercapa y sólo desde nuestro egocentrismo cambiaremos al mundo, es una soberana estupidez. Y sí, tarde años en comprenderlo, y también es cierto que a veces lo olvido.
Igual de importante es el deseo de cambio, el libre albedrío, la capacidad de decidir lo que quiero. Decisión por cierto condicionada por un montón de factores que no vale la pena analizar en este momento.
De todas formas si no deseo cambiar y si no entiendo que el cambio debe ser colectivo es poco probable que el mundo cambie, sin embargo, creo en el trabajo hormiga, en los cambios personales que generan el cambio colectivo, en el efecto mariposa.
¿Sigue valiendo la pena intentarlo? Pero por supuesto, mientras sigamos vivos aquí, vale la pena seguir intentando.