En la liturgia de hoy, en primer lugar, se nos invita a reconocer que tenemos un Dios que escucha a su Pueblo, un Dios que no se queda indiferente frente a lo que vamos viviendo, y por eso escucha y acoge nuestras peticiones, suplicas, ruegos y toda palabra que le dirigimos con el corazón. La primera lectura de hoy (Eclesiástico 35,12-14.16-18) lo dice con palabras que no pueden dejar de tocar nuestro corazón:
El Señor es un Dios justo…escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja… … el juez justo le hace justicia.
Al Señor les gusta que le hablemos, que abramos nuestros corazones y lo dejemos entrar para estar un rato juntos y hablar de la vida, con sus luces y sombras, alegrías y penas, quiere que le contemos de nuestros sueños y fracasos, victorias y derrotas; se complace en oírnos, y aunque a veces parezca que no responde, sí lo hace, en el momento y de la manera que será mejor para nosotros. Él es especialmente sensible a nuestro dolor, porque lo que a nosotros nos duele, a Él le duele, pero también porque es precisamente en esos momentos cuando bajamos nuestras defensas y barreras y lo dejamos entrar, porque en esos momentos somos despojados casi a la fuerza de nuestras falsas seguridades y descubrimos que solos no podemos, que necesitamos su amor y su consuelo, que Él nos acompaña y sostiene en la tormenta, que es verdad que Él escucha esas súplicas nuestras, porque “los gritos del pobre atraviesan las nubes hasta alcanzar a Dios”.
La segunda invitación de hoy es reconocer que, al usar esa capacidad de comunicarnos que Dios nos ha regalado, podemos ser muy humildes o muy soberbios, como vemos con el fariseo y el publicano del Evangelio de hoy (Lucas 18,9-14) Ambos hombres en el templo hablan con Dios, ambos le cuentan de su vida, pero se ubican de distinto modo frente a Él y le pide cosas distintas.
¿Cómo me ubico frente a Dios cuando hago oración? ¿Le hablo desde mis deberes religiosos cumplidos, diciéndole que me he portado bien, que fui a misa, recé, cumplí mi promesa o manda o di limosna a los pobre? , ¿Lo dejo mirar mis dolores, mis heridas, mis rencores, mis envidas, mis adulterios y pecados? ¿Qué cara le muestro al Señor cuando hago oración?
Hagamos una lectura meditada de este Evangelio y dejemos que Dios nos de la respuesta.