Orlando Carvallo, Laico Palautiano, Profesor de Historia y parte de nuestra familia carismática aborda lo que el llama “el último prejuicio aceptado”, refiriéndoselo a la homofobia, lesbofobia y transfobia en los espacios eclesiales; y como propone abordar el cuestionarnos esto como hijos e hijas de Palau.

EL ÚLTIMO PREJUICIO

 

Parto estas letras siendo fiel a mi consciencia frente a la necesidad de escribir sobre este tema. La verdad no sabía si hacerlo o no, pero leer a una de nuestras hermanas en redes sociales diciendo: “Te abrazo a ti, en tu lucha por tus derechos y por la dignidad de los que han sido silenciados” me dio valor, y saber que un amigo sacerdote está siendo duramente criticado y juzgado por apoyar la causa LBGTTIQ+ me terminó de convencer.

No sé si este artículo llegará a ser publicado, pero sí creo que desde mi carisma no debo tener ojos cerrados a los temas de hoy; y la diversidad sexual es uno de los temas que tenemos que atender en el presente de nuestra iglesia.

El 28 de Junio de 2020 se recordó y conmemoró el “PRIDE”, la fiesta del orgullo y dignidad de la diversidad sexual. Esta fecha recuerda los disturbios de Stonewall (New York, USA) en 1969, que comenzó siendo una marcha fúnebre por los aseinados por la homofobia y los muertos por el SIDA, para convertirse hoy en un día que busca visibilizar las demándas de de dignidad e igualdad de derechos de la población LBGTTIQ+.

En este escrito no pretendo referirme a la homosexualidad, bisexualidad, transexualidad y de más tipos de orientación sexual, identidad de género o clasificaciones desde un ámbito conceptual o tratar de explicarlas en sí, ya que sigo pensando que hoy en día no hay nada concluyente desde la ciencia, la antropología y la sociología sobre esto. Para mí esta realidad sigue siendo un misterio. Lo que sí prentendo con esto es visibilizar un cáncer relacionado a esta temática, que a veces parece consumirnos como iglesia, y que es la “homofobia”.

La homofobia, según el psicologo norteamericano George Weinberg, es la “fobia” a la homosexualidad, es decir: “Un temor morboso e irracional que provoca un comportamiento irracional de huida o el deseo de destruir el estímulo de la fobia o cualquier cosa que la recuerde”[1]. Este temor se presenta en diferentes formas: existe la “homofobia institucional” que es la ejercen tanto los Estados, Gobiernos e Instituciones Religiosas; la “homofobia Heterosexual”, la cual surge de un sentimiento de superioridad al sentirse “normales” frente a los otros; la “homofobia homosexual”, que es la ejercida por el colectivo LBGTTIQ+ para la misma población en diversidad sexual; y la “homofobia aprendida”, que es la que ejercen todos los individuos por presión social aprendiendo repetir el rechazo. A esto además debemos sumar la bifobia, transfobia, lesbofobia, etc.

Lo cierto es que este grupo humano siempre ha sido perseguido, especialmente en el mundo occidental. La historia de occidente que parece estar marcada por el patriarcado masculino sobre la mujer, la lucha de religiones entre cristianos, musulmanes y judios, y el racismo entre “blancos” y “negros”, siempre ha encontrado un punto de encuentro  y unión en el odio particular a la diversidad sexual[2]. Y lamentablemente, muchos miembros de nuestra iglesia no son la excepción.

Según el académico Byrne Fone, en la sociedad global actual donde se desaprueba el machismo, se cuestiona la lucha religiosa, se condena el antisemitismo, se deslegitima la misogínia y se lucha en contra del racismo, la homofobia permanence como el último prejuicio de nuestra sociedad; el unico aún aceptable.

Sin embargo, hoy estamos viviendo como iglesia un movimiento que busca desinstalar la resistencia y homofobia en nuestras instituciones eclesiásticas. Y por esto es que no puedo afirmar que nuestra iglesia es homofóbica. El discurso ha ido cambiando y abriéndose sobre este tema desde el Concilio Vaticano II. A veces me gustaría pensar que por reflexión propia del mensaje evangelico o por la profundidad y desarrollo teológico-eclesiológico; pero creo que mucho a importado la presión social del mundo occidental para hacerlo. Es decir, ha sido más un movimiento desde afuera hacia dentro. Lamentablemente creo que no nació espontaneamente de nosotros, aunque esto es mi opinión personal.

En este abrirse, nuestra iglesia ha señalado categóricamente que “apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso[3]. Esta definición que nos parece en un principio clara y cerrada, en realidad nos habre a una distinción particular entre el “sujeto homosexual” (la persona) y “actos homosexuales” (lo que práctica); siendo estos últimos condenados, pero haciéndose un llamado a aceptar e incluir a la persona tal como es en nuestras comunidades, como iguales en dignidad.

Desde mi punto de vista personal, y lo recalco, esta definición que data del año 1997, se queda corta a los conocimientos y reflexiones actuales, y requiere una redefinición y ampliación para poder comprender con profundidad el fenómeno. Aquí me parece esencial lo propuesto por el sacerdote jesuita Cristián del Campo al señalar que “en la reflexión crítica que hacemos del estado actual del Magisterio, falta un mayor esfuerzo de comprensión del valor que tienen ciertas nociones como la complementariedad, condición para la procreación, y del valor que tras las dimensiones unitiva y procreativa de los actos sexuales está proponiendo la Iglesia[4].

Pero a pesar de esto último, es decir, aún cuando la iglesia católica ha dejado clara la necesidad de inclusión de la diversidad sexual en las comunidades, lo cierto es que esta postura no ha descendido e impregnado a todos los miembros, ni siquiera en este punto. Aún rigen para muchos las opiniones y rechazos personales anteponiéndose al mensaje de la iglesia. Creo que en este aspecto, entonces, es lícito preguntarnos: ¿Qué es lo que nos hace temer a la diversidad sexual? ¿Qué es lo que nos provoca rechazo realmente? ¿Es acaso nuestro apego a los legalismos, esos mismos que Jesús cuestionó en su paso por la Tierra? ¿O es acaso los otros prejuicios que se le han colgado a la diversidad sexual: que es crimen terrible, que para las escrituras es una abominación[5], que es un pecado mortal superior a todos los otros, que destruye la familia, que corroe al espíritu de las naciones, que en propensión a la pedofilia? ¿O será un rechazo y envidia a la libertad de de ellos al reconocerse como son a pesar de todas las dificultades que esto presenta? ¿O a nuestro corazón le falta espacio para amar?

Para ser sincero, mi gran temor como palautiano no es que en nuestra iglesia, y nuestra familia carismática en específico, exista la homofobia; sino que tengamos miedo de tocar esta realidad con el dedo, y más aún, que por nuestras visiones personales rompamos la comunión. Porque para nosotros, donados con el espíritu de la familia y las relaciones, la comunión lo es todo. Porque cuando asumimos nuestro carisma, y hablamos que creemos en la Iglesia Amada, en un Dios encarnado, entramos en un terreno muy peligroso; y es mirar a los otros a los otros con los ojos de Dios. Ese Dios para quién nada es ajeno, nada de nuestra persona, incluso nuestra sexualidad.

Yo espero que nuestros juicios y prejuicios no nos hagan ciego a estos “anawin del siglo XXI[6]” que han atravesado el desierto “sin agua ni maná[7]. Porque lo cierto es que quién conozca a algún gay, lesbiana, transgénero o transexual sabrá que siempre hay una una dimensión transversal en sus vidad, y es que todas éstas parecen tejidas con el hilo del dolor; el dolor de descubrirse “anormales” a los ojos de otros y rechazados si es que asumen su realidad. En propia experiencia he podido constatar que la mayoría de estos rechazados, personas con nombre y apellido que conozco, han tenido y tienen una sensibilidad especial para lo divino, y un pasado adolescente de servicio y entrega total a la iglesia; el cual ha terminado en un rechazo profundo a ésta y a la divinidad, por haber sido apuntados con el dedo, apartados, incluso golpeados y expuestos a escarnio público. Y por lo menos esto a mí me conmociona en las entrañas, experimento verdadera συμπάθεια (sympathia, literalmente “sufrir con otros”) al igual que Jesús con Lázaro; y pienso que muchas veces somos hipocritas cuando hablamos que Jesús a puesto una mesa para todos, pero ese “todos”, digamos… es un todo para algunos.

Pues, la primera invitación para quienes quepamos en este marco de prejuicio por la sexualidad de otro, es volver a enamorarnos del lenguaje compasivo de ese Dios encarnado, que va a eliminar de raíz el prejuicio y marginación que aún quede en nosotros. La segunda invitación es a escucharlos, a ellos, a acercarnos mirar más allá de lo evidente, mirar con los ojos de la Iglesia y no tener miedo de tocar el Evangelio con el dedo. La tercera, es la más práctica y más facil de implementar: cuidar nuestras palabras, pues alguien que conoces es gay, lesbiana, transgénero o transexual, incluso puede ser alguien a quien amamos. Debemos pensar antes de hablar con odio. Porque hay una máxima que debemos tener en cuenta: si nuestra opinión es de odio y le quita la dignidad a otro, ya no es una “opinión” en el marco de la “libertad de opinión” y “tolerancia”, es un discurso de odio; deja de ser inofensiva, válida y aceptable.

Termino este escrito hablándole a ella que todo lo puede: Señora, que veamos con tus ojos, que todos veamos a esos que quieren ser Iglesia y no los hemos dejado.

[1] El término fue acuñado por George Weinberg en su libro “Society and the healthy homosexual” (1971).

[2] Véase en: Fone, B.; Homofobia. Una Historia, Trad. Daniel Rey, Ed. Océano, Ciudad de México, México, 2008, pág. 17.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2357.

[4] Del Campo, C, SJ. “Prólogo”, en: Del Río, C., ¿Quién Soy Yo para Juzgar? Testimonios de Homosexuales Católicos, Ed. Uqbar, Santiago, Chile, 2015, pag. 16.

[5] Tony Mifsud, SJ. afirma que entre las leyes de todo tipo que presenta el Pentateuco solo se encuentran dos relativas a la homosexualidad. Y que frente al castigo con pena de muerte; este es para homosexuales, pero también para faltas como el adulterio, la bestialidad y el acostarse con una mujer en periodo de menstruación (Lv. 20, 1015.18), es decir no implica un pecado mayor a estos otros. Mifsuf, T. SJ; Moral d Discernimiento. Una reivindicación ética de la sexualidad humana, Ed. CIDE, Santiago, Chile, 1986, pp. 422-423.

[6] Del Río, C., ¿Quién Soy Yo para Juzgar? Testimonios de Homosexuales Católicos, Ed. Uqbar, Santiago, Chile, 2015, pag. 3.

[7] Íbidem, pag. 25.