Muchos de nosotros hemos vivido momentos de confusión, de oscuridad, de dolor, de cansancio, días en que el sólo levantarse y comenzar una nueva jornada era como escalar una montaña, situaciones que nos angustiaban, aplastaban, callejones sin salida donde todo perdía sentido, donde nos preguntábamos para qué todo esto, donde la soledad mordía, donde el pozo era profundo y frío y no veíamos salida.
Y sin embargo, hoy estamos aquí, y miramos aquel tiempo como una tormenta, una crisis, una batalla que solos y solas nunca hubiésemos podido vencer; en medio de la oscuridad fuimos contenidos, consolados, abrazados, sostenidos, levantados. Y es que tenemos un Dios que nos ama, nos cuida, nos acompaña, desde una silenciosa presencia, una callada y honda presencia.
La primera lectura (Sabiduría 11,22–12,2) dice ¿Cómo podrían existir los seres, si tú no lo hubieras querido? ¿Cómo podrían conservarse, si tú no lo ordenaras?
Es difícil no evocar esos momentos duros al escuchar estas palabras, es difícil no agradecer el amor gratuito de Dios, es imposible no decirle con el autor del libro de la Sabiduría “Tú tienes compasión de todos, porque todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida, porque en todos los seres está tu espíritu inmortal.”
Y así como nosotros, muchos a los largo de la historia, han recibido esta bendición. Uno de ellos, Zaqueo, el cobrador de impuestos que sentía curiosidad por Jesús, el hombre pequeño, que olvidando todo respeto humano, se subió a un árbol para ver al profeta que por allí pasaría, un hombre que al dejar a Cristo entrar a su casa, pudo experimentar su presencia sanadora y salvadora, porque no sólo abrió su hogar sino su corazón y todo su ser a Él.
Este judío, que había hecho alianza con los romanos -que vivía una especie de oscuridad al estar marginado de los suyos y tener las manos sucias por el robo y el aprovechamiento- buscaba… su corazón buscaba… por eso se sube al árbol…
Y en Cristo encontró, por Él se levanta de su condición y deja que la salvación llegue a su vida y llene su casa y su vida.
Somos muchos los Zaqueos de las historia, muchos los que hemos experimentado esa presencia llena de misericordia, muchos los sostenidos, sanados y liberados que queremos decir con el salmista: Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Somos muchos lo que podemos dar testimonio, los que podemos decir es verdad que el Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan, y por eso le damos gracias, lo alabamos y bendecimos, lo dejamos entrar una y otra vez en nuestras vidas.