DOMINGO XIV CICLO C
Dice el Evangelio (Lucas 15,1-32) que los escribas y fariseos murmuraban contra Jesús porque se juntaba con publicanos y pecadores, con lo que iban por la vida como si no existiera Dios, con lo que habían optado por no seguir el camino señalado para ellos desde que Dios lo concibió en su corazón. Una crítica triste pues no entendían que justamente de “esos perdidos” es de quienes Dios se ocupa personalmente. En su corazón somos sólo sus hijos o hijas; en su corazón somos Ana, Teresa, Juan, Marcelo…Nos engendró, nos llamó, nos envió a la vida con nombre, con identidad y misión propia, personal, única e irrepetible. El encender la lámpara, el barrer, buscar con cuidado, dejar las 99, son acciones concretas del Señor para buscarnos, acciones que tal vez por ser muy cotidianas no alcanzamos a descubrir como su presencia amorosa acercándose a nosotros. Pero si miramos nuestro día a día con cuidado, lo veremos viniendo a nosotros, llamándonos, pidiéndonos, enviándonos. En el devenir de cada jornada hay muchos momentos en que, si ponemos atención, lo experimentaremos actuando… Es sólo cuestión de “abrir los ojos del corazón”
Este Dios amoroso, que nos ama, conoce y llama personalmente, es el que encontramos en la parábola de hoy.
Un Padre que escucha al hijo que quiere partir. Él sabe lo que pasará con el hijo, sin embargo comprende también, que, más que los bienes, él necesita hacer ese camino riesgoso para crecer; y aún con dolor, lo deja partir, porque escucha lo que hay detrás de las palabras de su hijo menor.
Un Padre que da más de lo que se le pide. Uno de los hijos le pide su parte de la herencia y Él se la da a los dos.
Un Padre que siempre espera el retorno del hijo. Podemos imaginarlo, cada día saliendo a la puerta de su casa, con el corazón esperanzado, esperando sin cansancio el regreso de su hijo amado.
Un Padre que acoge a ese hijo e hija que decide volver. Y dice la Palabra “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”
Esta escena conmovedora es la que muestra el corazón de padre, de nuestro Padre Dios, en todo su esplendor. No pregunta, no recrimina, no dice “te lo dije”, sólo acoge, ama y se goza en el reencuentro.
Un Padre que pone nuevamente todo lo mejor a disposición de su hijo que ha vuelto, porque su amor no tiene medida, porque su amor es una fuente inagotable de ternura, porque basta un gesto nuestro para que Él se desborde de gozo y generosidad.
Un Padre que trata a cada hijo o hija según su situación vital. Al que está arrepentido lo acoge, al que está enojado lo busca. Porque para nuestro Dios somos únicos, porque nos conoce, porque sabe lo que cada uno necesita.
Un Padre que constantemente nos recuerda que todo lo suyo es nuestro. Y la verdad no sé si nuestro ser está preparado para comprender la hondura de estas palabras que dice la hijo mayor “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”.
En este domingo aprovechemos de darle gracias por ser nuestro Padre, y dispongámonos a vivir cada día con los ojos y el corazón muy abiertos para descubrirlo presente y actuando en nuestra vida y la de los demás.