DOMINGO XXV  CICLO C

Nuestra vida está hecha de opciones, desde la mañana a la noche; opciones grandes y pequeñas van marcado el ritmo de nuestra jornadas; a cada momento nos vemos en la situación de elegir: qué hago, qué como, qué me pongo, dónde voy, a qué hora voy, voy aquí o voy allá, contesto o no contesto, digo o no digo, viajo o no viajo, compro o no compro, amo u odio, ayudo o me quedo indiferente,  doy o me guardo, escucho o pretendo no haber oído,  perdono o me quedo con mi rencor… Y podríamos seguir con una larga lista de momentos y situaciones en que somos empujados por el fluir de la vida a optar, escoger, elegir.

Hoy el Evangelio nos pone frente a una elección que, aunque parece fácil, no lo es tanto: hemos de elegir entre Dios y el dinero, porque no podemos servir a dos señores.

Podemos pensar “pero si esta elección es obvia para mí”. Pero en la realidad, eso no es “tan obvio”.  No  es tan claro que, aun siendo creyentes, vamos a optar siempre por Dios como nuestro señor, porque no se trata sólo de la gran opción que hacemos por Él sino de elegirlo en lo menudo, lo cotidiano, lo de cada día; se trata de elegirlo siempre y antes de todo, especialmente en lo que tiene que ver con el dinero y sus amigos.  El dinero, cuando lo ponemos  en primer lugar, trae consigo la ambición, la autosuficiencia, el egoísmo, la competitividad, el sentirse superior; el dinero, cuando se transforma en nuestra primera elección, hace alianza con el poder, la corrupción, la soberbia,  la injusticia, la indiferencia,  la confusión, la mentira;  el dinero, cuando se siente señor, nos engaña, nos adormece con sus luces, nos regala falsa alegría, falsa seguridad, falsa imagen de nosotros mismos, nos dice que somos los mejores, nos regala esa sensación de “valer más”…

Pero, al final del día,  seguimos siendo los mismos,  rodeados de cosas, muchas cosas, a veces las más lindas y exóticas cosas, pero los mismos, con nuestras  luces y sombras, nuestras luchas y deseos no satisfechos,  hombres y mujeres necesitados de Dios y los demás, aunque el brillo del dinero y sus amigos no dejen que, ni nosotros ni los otros vean esta verdad.

Dios,  en cambio, nos trae paz, fraternidad, experiencia  de familia, amistad, luz, verdad, sentido profundo en esta vida y esperanza en la otra; Dios llena  de sentido el vivir y el morir, Él nos regala amigos verdaderos, cariños verdaderos, compañía sincera,  comunicación,  comunidad;  Dios nos da relaciones basadas en el amor, la solidaridad, el respeto y la generosidad.

Sabemos que hoy por hoy,  todos en este mundo necesitamos disponer de algo de dinero para vivir con dignidad, para  cubrir nuestras necesidades básicas; la clave está en no dar al dinero el primer lugar, no darle el corazón, ni darle lo mejor de nuestro tiempo y energías,  no dejarlo adueñarse de nuestros planes y  espacios, no permitirle que administre nuestros espacios de diversión y compartir con los demás. Se trata de ponerlo en su lugar. El Señor de nuestra vida es Dios, el dinero es un medio, uno más de los muchos medios que nuestro Padre de  misericordia pone a nuestra disposición.  Hacer a Dios señor de nuestra vida es decir una y otra vez, con sincero corazón: Yo a Dios amo, a Dios sirvo,  a Él busco, por él me Él decido, a Él elijo, y que eso se nos note.

Hacer a Dios señor de nuestra vida es asumir que cualquier  cosa que no sea Dios nos llevará a una felicidad falsa, pasajera, corta, que no alcanza a satisfacer nuestra necesidad honda de felicidad, porque sólo Dios y su amor son capaces de colmar nuestro corazón y su sed de gozo y plenitud.