DOMINGO FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Cuando celebramos la Solemnidad de Todos los Santos las primeras palabras que evoco son alegría, esperanza y gratitud… de ser así amados, de haber sido lavados en la sangre del Cordero que nos abrió las puertas del cielo, de saber que nos espera un futuro de felicidad, de plenitud, de vida verdadera, de experimentar la satisfacción de todas nuestras necesidades y búsquedas, la respuesta a todas nuestras preguntas, de un futuro donde no habrá más sed, ni dudas, ni dolores, donde acabará toda ansiedad y gozaremos de paz… una profunda, eterna cálida y luminosa paz… una vida nueva donde nos perderemos en el abrazo lleno de ternura de nuestro Padre amoroso, sumergidos en El y su amor, en la total y perfecta comunión con nuestros hermanos, con todos nuestros hermanos y hermanas de todos los tiempos y lugares.
Alegría, esperanza y gratitud de saber que el cielo es nuestro destino final, que hacia él avanzamos, que ya están allí personas que por diversos motivos han sido importantes y significativas en la propia vida, familiares, amigos, conocidos que ya hicieron el misterioso itinerario de vida, muerte y Vida.
Hace un par de meses murió Dino, un amigo-hermano con quien mi familia y yo compartimos vida, amor, alegrías, penas y muchas cosas más. En nuestra última conversación hablamos de como seguiríamos unidos en la Eucaristía, en el amor, en la oración, que estaríamos unidos y comunicados de otra manera y que esa comunión era real. Unos días después, mientras lloraba frente a su ataúd, en mi corazón brotaban palabras surgidas del cariño y la fe: hermano mío, ya estás allá, con Él, todo lo que creíste en tu vida lo estás viendo… ya te encontraste con Jesús, ya estás experimentando su amor infinito. Nos volveremos a encontrar… Y resonaba intensamente en mi interior el canto ¿La muerte, donde está la muerte, dónde su victoria?
Hace dos semanas murió don José, un anciano bueno, pobre y solito, que vivía en una residencia de ancianos y que pasó sus últimos días en la enfermería y luego el hospital. Estaba bastante adormilado y no respondía mucho; sin embargo, una de esas tardes, rezamos juntos, hablamos del cielo, del abrazo de Dios que lo recibiría, del gozo y descanso eternos que disfrutaría. Comencé a cantar muy suavecito en su oído el salmo del Señor es mi Pastor y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojitos cerrados… Don José sabía que era verdad, lo creía y esperaba, por eso en su rostro cansado había paz, mucha paz.
Hoy, ahora, Dino y don José son parte de esa muchedumbre gloriosa que delante de Cristo, el Cordero, gritan con voz potente «¡La victoria es de nuestro Dios!». Ellos viven para siempre en el reino del amor y la vida verdadera, total, eterna. Ellos están en el cielo, sí, pero estamos en profunda y real comunión… Todo lo vivido juntos, las experiencias, los momentos, el amor, siguen vivos, latiendo… viven en ellos, que está en el cielo, viven en mí, que sigo acá…! ¡Cómo no asombrarse y rendirse frente al poder del Amor que es capaz de tender un misterioso puente de comunión entre este mundo y el otro, entre la tierra y el cielo… !
Como hija del P. Francisco, esta solemnidad tiene también un acento carsimático pues la visión que describe la primera lectura simplemente nos recuerda lo que como Carmelo Palautiano creemos, amamos y anunciamos: Los santos del cielo, los santos de la tierra- todos juntos- en la tierra y en el cielo una sola familia, un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es un misterio de comunión que traspasa lo terreno, lo espacial, lo temporal: “Apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». Y lo mismo vivimos como Iglesia de esta tierra, somos una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, que grita con voz potente: «La victoria es de nuestro Dios».
Es una realidad que sobrecoge y emociona, de la cual formamos parte por pura misericordia de Dios, una realidad a la que se llega por el camino de las bienaventuranzas, un camino que nos separa del mundo y al mismo tiempo nos sumerge y retorna a el de otra manera, la que lleva al cielo, la que regala sabiduría para vivir los dolores del día a día, la que nos regala paz, sentido, esperanza, Un camino cuyo principio y final es Cristo, el Cordero en cuya sangre se han lavado y blanqueado nuestras vestiduras.
¡Que nunca nos cansemos de alabarlo y bendecirlo por su amor y salvación!