Es imposible no situarse en este día frente al Sagrado Corazón de Jesús. En nuestro camino cotidiano, sale a nuestro encuentro esta fiesta litúrgica para recordarnos el amor primero y la verdadere fuente del amor humano. Dejémonos conducir por este don tan precioso del amor bajado del Cielo.
De la mano del profeta Ezequiel nos introducimos a esta memoria del amor de Dios: “Los rociaré con agua pura y los purificaré de todas sus impurezas e idolatrías” (Ez 36,25). Sí, efectivamente, Dios purifica nuestro corazón. Ese corazón, el tuyo y el mío, creado para ser hogar del amor, corre el riesgo de ser hogar del rechazo de Dios, hogar del pecado que nos desvía hacia toda idolatría.
Nuestro corazón está impuro y solamente de Dios puede salir la fuente de la pureza que nos limpia el corazón hacia un amor sublime, total y eterno. No nos olvidemos, nuestro corazón está llamado a ser el hogar de Jesús, siempre abierto al don del Espíritu Santo.
Nuevamente, que bien suena las palabras del profeta Ezequiel en este día: “Les daré un corazón nuevo, les infundiré un espíritu nuevo; les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (36,26). Un corazón capaz de dejarse atrapar por el soplo divino, con una sensibilidad humana hacia el corazón de Jesús. Que cada uno nos dejemos purificar por el amor de Jesús, que podamos encontrar en Él una inspiración para la vida, una luz en el camino, una claridad para purificar nuestros deseos.
Desde la Cruz, Jesús nos comparte la pureza de su corazón y el último testimonio de su amor traspasado por todos nosotros; precisamente, a través de este corazón traspasado, brota la fuente del amor verdadero.
San Lucas nos recuerda una característica esencial de Jesús, Él es nuestro Pastor que nos cuida, nos busca y nos “carga con sus hombros lleno de alegría” (Lc 15,5). A lo largo de nuestra vida de fe, estamos marcados por el don de este Corazón que se ofrece sin límites y en todos los tiempos. Ojalá estemos inflamados por la llama de este sagrado Amor.
La primera testigo de nuestra fe en el Resucitado, santa María Magdalena, buscaba con todo su amor a Jesús; en la mañana del primer día de la semana, los hortelanos divinos le preguntan: “mujer ¿por qué lloras? Ella les dice: porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,13). Podemos preguntarnos ahora: ¿buscamos el amor de Jesús? ¿Somos capaces de llorar por el amor de Jesús?
En el siglo XII, san Francisco gritaba con toda su fuerza: “el amor no es amado”. Sí, es verdad, “el amor no es amado”. Qué fácil es traicionar el amor de Dios, qué fácil es seguir el dictamen de nuestras pasiones para dar la espalda al Sagrado Corazón de Jesús.
Más tarde, en el siglo XVI, san Juan de la Cruz fue testigo de la “herida del amor”, el amor de Jesús está herido por las infidelidades, por el descuido, por los pecados de sus discípulos, de aquellos de quienes decimos que lo amamos.
Y el Beato Francisco Palau, ocd, “Dios al criar mi corazón, sopló en él, y su soplo fue una ley que le impuso, y esa ley me dice ‘amarás’. Mi corazón fue fabricado por la mano de Dios para amar y ser amado, y sólo vive de amor” MR 22, 13
En la segunda mitad de siglo pasado, la beata Chiquitunga decía que es posible amar a Jesús por encima de cualquier criatura, porque es un amor que colma toda la vida humana.
En nuestros días, ¿quién rompió los lazos del amor? ¿Quién apagó el amor en los hogares? ¿Por qué es difícil permanecer en el amor matrimonial, en el amor de la vida consagrada, en el amor de la vida sacerdotal? ¿Por qué nos azota este virus del desamor que alcanza a las parejas, a los niños, a los jóvenes, a los adultos, a los ancianos, a todas las personas, a la misma sociedad? ¿Acaso no hemos reducido el amor de Dios a los vértigos del deseo individual o a la precariedad de los sentimientos?
Hoy, más que nunca necesitamos rezar con el salmista: “el Señor es mi pastor, nada me puede faltar” (Sal 23,1). Jesús, necesitamos ese corazón de carne que nos haga sensibles a nuestra verdad y a la de Dios, un corazón capaz de acoger tu llagado amor, tu desinteresado amor.
Jesús, tu Sagrado Corazón nos enseña que es posible la virtud de la fidelidad, de la generosidad de los esposos; el esfuerzo del dominio de sí, la superación de los límites de cada uno, la perseverancia en los diversos momentos de la vida; que es posible soportar las pruebas, saber perdonar las ofensas, acoger al que sufre, iluminar la vida del otro y encontrar la belleza del amor.
En este momento, suena fuerte en nuestros oídos las palabras del Señor en la bienaventuranza: “felices los que tienen limpio el corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,7). Ante el Sagrado Corazón de Jesús, aprendamos a estar abiertos a Dios, a los hermanos y al don de su amor.
Fr. Juan Antonio Vázquez ocd.