SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
Seguramente a lo largo de nuestra vida hemos escuchado el testimonio de personas que han tenido un encuentro con Cristo que les ha cambiado la vida y los ha lanzado a una etapa nueva, donde experimentan una transformación interior que los lleva a vivir lo de cada día de otra manera, donde son capaces de perdonar y pedir perdón, de liberarse de cosas, personas o hábitos que los atan, etapa donde son más felices, más esperanzados, más movidos interiormente a hacer el bien y preocuparse de los demás. Son personas que de alguna manera han tenido la experiencia del Monte Tabor como Pedro, Santiago y Juan, un encuentro lleno de gozo, de sorpresa, de asombro ante un Dios que se les manifiesta en su misterio, en su gloria, en su amor; personas, que igual que los apóstoles, luego vuelven a lo cotidiano con la certeza que la gloria de Dios es real, que Jesús sí es Dios, que Él tiene el poder de cambiar las cosas.
¡Qué invitación hermosa nos hace el evangelio de hoy! Subir al Monte Tabor, contemplar la gloria de Dios y luego ser sus misioneros.
Y esto de subir al monte no es algo complicado: es simplemente darnos un espacio de silencio y soledad para el encuentro con Él. Y aunque es cierto que nuestras vidas están llenas de ocupaciones, compromisos, trabajo y otras muchas cosas y actividades, también es verdad que si queremos buscarnos un espacio, lo encontraremos. El único riesgo de hacer esto es encontrarnos con Dios y con nosotros mismos. Y ambas posibilidades son una bendición pues de allí sólo puede surgir vida, vida nueva.
Luego del encuentro brota para nosotros un compromiso. Es nuestra misión como cristianos el hacer que en el mundo brille la gloria de Dios; que con nuestras palabras y gestos hagamos relucir la luz de la paz, la fraternidad; que seamos protagonistas de una humanidad nueva, marcada por el amor, el bien común, la fe, la solidaridad, la salud, la libertad, la comunión entre nosotros y con Dios; que con convicción y dedicación hagamos visible y creíble que el mundo puede ser transfigurado por el amor.
¡Regalemos esa nueva luz al mundo! Regalemos esa luz poderosa a nuestra familia, a la comunidad, a la parroquia, al colegio, a quienes nos rodean, a los niños, a los enfermos, a los jóvenes. Seamos cristianos transfigurados por el amor glorioso de Dios que desea bañar la humanidad entera.