Les presentamos el nuevo documento “Convivencia en Chile: Desafío ético y respeto a nuestra dignidad” del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile. Para que en cada comunidad de Chile sea estudiado, reflexionado y orado.

Convivencia en Chile: Desafío ético y respeto a nuestra dignidad Santiago de Chile

5 de mayo de 2015

Crisis de confianza y de credibilidad

El 11 de marzo pasado se conmemoraron los 25 años de la asunción del gobierno liderado por el presidente Patricio Aylwin. Este marcó el inicio de nuestra transición política, que fue ejemplo de civilidad, de valores democráticos y de confluencia de voluntades por el bien de Chile. Hoy una pregunta abierta y silenciosa recorre las venas de nuestra Patria: ¿Qué ha sucedido para que se haya resquebrajado el tejido social y debilitado la confianza en nuestra manera de convivir como nación?

Es preocupante constatar la pérdida de confianza en las relaciones sociales y en los liderazgos: en la política, la empresa, la escuela, las universidades. A esto se añade la pérdida de credibilidad en las instituciones de la República, y también en nosotros como Iglesia Católica. Se cuestiona en ellas la falta de transparencia y de espacios de participación. Esto resulta aún más preocupante en un país que ha sabido encontrar caminos para superar diferencias que parecían irreconciliables y para forjar significativos acuerdos. Muchos se preguntan: ¿Será que se ha agotado el modelo social, económico y político? ¿Será un efecto indeseado de ese bienestar económico que reconoce una mayoría de chilenos, pero que engendra apetitos insaciables de bienestar material, de poder y de ganancia fácil asociada a actos de corrupción? ¿Será un cansancio ante estructuras que frenan o limitan un proceso más rápido y eficiente para superar las escandalosas brechas sociales, aquellas que generan chilenos de primera y segunda categoría, según los bienes y las relaciones sociales a los que pueden acceder?

Convivencia enrarecida y crisis de identidad

Desde la enseñanza social de la Iglesia y nuestra misión pastoral, percibimos síntomas de una crisis antropológica, es decir, de una concepción de la persona humana que desconoce que la dignidad humana es la piedra fundante de toda convivencia. La falta de respeto a la propia dignidad y a la de los demás, pisotea la identidad y misión de cada cual y deteriora los logros que hemos obtenido como sociedad. Una de las causas de la situación actual es la fuerte crisis de representación que afecta a nuestras instituciones, especialmente en el plano político, aunque no exclusivamente. Constatamos que las instituciones no han sido capaces de captar y encauzar las nuevas demandas y expectativas de la gente.

En los grandes centros urbanos del país damos la impresión de vivir violentados, y con escasa conciencia de los abusos cotidianos con que herimos a los demás. Da la impresión que para relacionarse hay que levantar la voz y usar un lenguaje soez, o bien, avivar los conflictos y multiplicar las declaraciones altivas. De esa manera, el maltrato se instala como comportamiento habitual, a tal nivel, que ya poco o casi nada nos asombra. Ante este escenario, hay que reconocer que las leyes y normas institucionales no entregan soluciones para todo. Se requieren cambios de actitudes, conductas y prácticas personales y comunitarias.

Una profunda mirada interior

Toda esta situación nos hace pensar que esta es la hora de una profunda introspección tanto a nivel personal como institucional.

El esquema de vida planteado por el modelo de desarrollo económico social vigente no ha sido acompañado con un desarrollo humano integral. Más bien la idea de poseer siempre más y de los derechos individuales que cada uno reclama, ha engendrado una carrera por acceder a mejores condiciones materiales. Tal vez, por lo mismo, en el camino ha generado agresividad y el “todo vale”. En ese proceso descuidamos al otro en cuanto persona y solo priman los intereses individuales y de quienes nos son más cercanos. De este modo, nuestra convivencia laboral, urbana, cívica y mediática tiende a convertirse en una guerra despiadada.

A nivel institucional se han hecho pocas reflexiones y autocríticas, con la fuerza que se requiere y con la transparencia que la población demanda. Arrepentimiento y contrición es lo que falta, pero también la debida sanción. Esa mirada interior debiese llevar también a un acto de perdón y reparación, tanto a nivel personal como institucional. Tenemos que aprender a pedir perdón a quienes conviven con nosotros. En cuanto a los servidores públicos, sean ellos parlamentarios u otros, es necesario que se sepa con claridad quiénes utilizaron financiamiento indebido, asumiendo las consecuencias de esos actos. Lo mismo, los empresarios, los comunicadores y las diversas asociaciones. Los chilenos tenemos derecho tanto a la verdad como a la justicia, pero también a las oportunidades del perdón, que no es lo mismo que impunidad.

Hacia una renovación de las instituciones y de las personas

La desconfianza ha llegado a ser un mal crónico entre nosotros, como lo consignan diversos estudios. Una forma de restablecer las confianzas es aplicando serenamente la ley, sancionando a los culpables por haberla infringido y declarando inocentes a los injustamente acusados. Sin embargo, la judicialización no parece ser un camino suficiente para resolver los conflictos, menos aún para humanizar nuestra convivencia. Las relaciones humanas son mucho más que el imperio del derecho, sin perjuicio de que este sea fundamental para que la vida en sociedad esté basada sobre la justicia.

Con frecuencia las instancias judiciales y la transparencia de los procesos se transforman para muchos en ocasiones propicias para una violencia denigratoria que pasa a llevar, sin más, la presunción de inocencia. No podemos cegarnos ante las injusticias ni cerrarnos al debido proceso, pero creemos que hay modos de diálogo social más fecundos y humanizadores que el solo camino judicial. En este sentido, valoramos los esfuerzos del gobierno, los parlamentarios y de los diversos actores políticos y sociales, por renovar y actualizar el marco regulatorio de nuestra convivencia. Una forma de salir de esta crisis es evidentemente cambiando aquellos aspectos de nuestra institucionalidad que hicieron posible los abusos que hoy se condenan.

También y, sobre todo, se necesitan cambios en las conductas. La experiencia nos enseña que “el apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos”. Por eso, “el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro (del Evangelio) y según la generosidad del Señor, que “siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza”(Catecismo de la Iglesia Católica, 2407; cfr. 2 Corintios 8, 9).

La Doctrina Social de la Iglesia nos enseña que “una auténtica democracia no es solo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad” (Compendio Doctrina Social, 407).

Aporte desde la perspectiva cristiana

En Chile hay personas e instituciones con vocación de servicio público que, confiamos, abordarán con eficacia estos y otros desafíos. Con sencillez también nos sentimos llamados a hacer nuestro aporte. Un paso necesario, para los creyentes en el Señor, es ir al encuentro de cada persona, especialmente de la que sufre o está caída, y reconocerla y valorarla por lo que es. Quienes creemos en Cristo debemos ver en cada persona a un hermano suyo y nuestro. Más aún, lo que hacemos al menor de los hermanos, al Señor lo hacemos. Y esto es sagrado. Una profunda conversión social supone encontrarnos con la persona de Jesucristo y dejarnos maravillar por su manera de vivir, de sentir, de pensar y de actuar. Es Él mismo quien nos revela que la dignidad de la persona humana es algo inherente a su ser y no un reconocimiento externo que se le concede. Es una condición fundamental de su existencia que debe ser reconocida, respetada, protegida y promovida.

Desde esta actitud profundamente humana y humanizadora afirmamos que cuando la persona humana se endiosa, por cualquiera sea la razón, esta termina desquiciada. Ese endiosamiento personal, llamado también individualismo, es hoy una de las grandes causas del deterioro de la cohesión social. Así, cada cual busca su propio bienestar, contrariando su naturaleza social, sin importarle si su beneficio se logra a expensas del resto de la comunidad. “Serán como dioses” (Génesis 3, 4), dijo la serpiente engañosa a Adán y Eva, despertando una pretensión humana que ha causado demasiadas tragedias en la historia.

Llamados a amar y servir

A esta tentación responde el estilo de Jesús que nos enseña la alegría de servir, y no al interés propio desligado del bien de los demás (cfr. Evangelio de San Juan 13, 12-16; 15, 11-13).

Debemos redescubrir que el poder de las autoridades de diferente índole, existe para servir a los demás y que servirse de dicho poder provoca un daño capital. Debemos tomar conciencia de que la honra de las personas es crucial en la convivencia social. Por lo tanto, una práctica permanente de denostación pública como modo de diálogo político solo colabora a desintegrar más el ya debilitado tejido social. Los creyentes somos discípulos de Jesús, nuestro Maestro y Señor, que enseñó con su vida estas virtudes. Tenemos la certeza de que su Espíritu nos fortalece y nos impulsa a un diálogo social fecundo, basado en el respeto mutuo y en la verdad que nos libera. Esto no implica de ninguna manera soslayar los errores y pecados, pero siempre mantiene como prioritario el respeto que merece cada persona por el hecho de ser tal, aunque haya pecado y delinquido.

Estas actitudes se fundan en una concepción de la persona humana como ser naturalmente sociable, abierta a los demás, incapaz de alcanzar su perfección y plenitud sin comprometerse con el bien del prójimo. Por cierto, la fe ilumina esta verdad antropológica, mostrándonos a Cristo como modelo eminente de vida. Es una verdad que funda la vida de tantísimos compatriotas que, si bien no comparten nuestra fe, han hecho de sus vidas un ejemplo de amor y de servicio a la Patria y al prójimo.

Estas admirables actitudes se han encarnado en estos días en la ayuda solidaria desplegada por tantas personas e instituciones para ir en ayuda de nuestros hermanos del Sur y antes del Norte de Atacama y Antofagasta. Hemos sentido como propia esta tragedia y la seguiremos sintiendo mientras sus vidas no vuelvan a plena normalidad. Es lo que hemos plasmado como Conferencia Episcopal de Chile en el lema de CARITAS CHILE: “Solidaridad es nuestro Norte”.

Por esta razón, invitamos con sencillez a creyentes y no creyentes, a darnos tiempo para redescubrir la bondad de cada persona, la eficacia que tiene la gratuidad y solidaridad en nuestras relaciones, así como el respeto de nuestra dignidad.

Quisiéramos ayudar y ayudarnos a construir nuestro futuro sobre los valores, virtudes e ideales que heredamos de nuestros padres y madres en la Patria y en la fe. Nos interesan sus ejemplos, su fe y su fortaleza, para renovar la esperanza en esta tierra donde estamos llamados a amar y servir a quienes la habitan, con especial dedicación a aquellos que a causa de la injusticia sufren la exclusión del desarrollo. Estamos a tiempo para desterrar la idolatría del dinero y de la corrupción, de valorar la actividad política y de sus actores, de reconocer el aporte de tantos trabajadores y empresarios, de avanzar en el trato justo, respetuoso y amable que nos debemos, en fin, de corregir nuestros errores y juntos fortalecer el alma de Chile. Todo el bien que anhelamos para nuestra Patria lo encomendamos a nuestra Madre, la Virgen del Carmen.

EL COMITÉ PERMANENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE CHILE

+ Ricardo Cardenal Ezzati Andrello, Arzobispo de Santiago – Presidente

+ Alejandro Goic Karmelic, Obispo de Rancagua – Vicepresidente

+ Fernando Chomali Garib, Arzobispo de la Ssma. Concepción

+ Cristián Caro Cordero, Arzobispo de Puerto Montt

+ Cristián Contreras Villarroel, Obispo de Melipilla – Secretario General