Nos encontramos este domingo con los tres sabios de Oriente que vienen al encuentro del Rey recién nacido. Tres hombres que han estudiado por años, que de pronto ven una estrella distinta que les habla del nacimiento de un Rey, una estrella que los empuja a salir de su tierra, a emprender un viaje largo y a ir por allí preguntando. Ellos saben que la estrella los llevará a la presencia de un Rey y quieren encontrarlo, encontrarse con Él.
No sabemos si eran hombres religiosos o no. Sabemos que eran sabios, estudiosos, investigadores de los astros y de alguna manera personas que se dejaban asombrar por las señales que veían. Y la señal, la gran señal de esa estrella diferente los lleva al pesebre de Belén, a un niño que, envuelto en pañales, descansa entre pajas, con un padre y una madre que contemplan en silencio lo que su hijo recién nacido ha provocado en torno a Él. Los sabios encuentran a quien buscaban, creen que ese pequeñín nacido en ese establo es el Rey que les anunciaba la estrella. Y lo adoran, y le hacen regalos.
Pero estos hombres sabios e importantes no son los primeros en llegar, y seguramente los dones de oro, incienso y mirra que le ofrecieron no fueron los primeros que el pequeño Rey recibe. Antes que estos reyes magos, como popularmente los llamamos, estuvieron en el pesebre lo pastores, hombres humildes que se encontraban cerca del lugar donde Jesús nació, a quienes lo ángeles les comunicaron la buena noticia y que acudieron, se asombraron y dieron gloria a Dios por lo que veían.
Caminos y maneras tan distintas: pastores humildes y seguramente pobres, hombres de ciencia con dinero suficiente para hacer un largo viaje; personas que estaban muy cerca del lugar y que llegaron pronto a ver a Jesús y personas que hicieron un largo viaje para encontrarlo, personas que dejaron lo suyo (rebaños y tierras) para contemplar lo que anunciaban los ángeles y las estrella, personas que, aunque que hablaban distintas lenguas y eran de distintas razas, son capaces de asombrarse ante lo que ven, capaces de creer, adorar y poner lo que tienen a los pies de Jesús.
Y todo esto pasa porque ese Niño no es cualquier niño, es el hijo de Dios, el esperado de Israel, ése del que habló el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy (Isaías 60, 1-6) “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor”.
Es un Niño capaz de atraer a todos hacia sí, sim importar las diferencias, los orígenes, las condiciones, los momentos vitales. El viene para todos sin excepción, llama a todos, acoge a todos, espera a todos, también a mí y a ti , a todos los que como los pastores y los sabios, nos dejamos tocar por las señales de Dios, por los mensajes de Dios, por las medicaciones de Dios. ¡Queremos contemplar la gloria de Dios? ¿Queremos asombrarnos ante el misterio de su modo de hacer las cosas? Pues, abramos los ojos y el corazón y estemos muy atentos a sus señales, porque hoy, enero del 2017, Dios sigue comunicándose con nosotros, sigue enviándonos mensajeros, sigue poniendo estrellas en nuestro camino y sigue llamándonos en medio de la noche para invitarnos a contemplar su gloria escondida en lo sencillo, lo frágil, lo más sinceramente humano.
Hagamos como los sabios y los pastores, atrevámonos a dejar “los rebaños” y “nuestras tierras” para acudir al lugar, al espacio y al momento del encuentro con nuestro Dios, de la gloria y el amor, la esperanza y la salvación .