Hay personas que llegan a tu vida como una bendición, como un regalo de Dios. Personas que con su forma de ser nos muestran el rostro de Dios: su cordialidad, su ternura, su cercanía, su sencillez, su capacidad de relacionarse, su sensibilidad con los más necesitados, etc. Precisamente eso para mi han sido las hermanas Silvia Sepúlveda y Guillermina Silva. Las he conocido en distintas etapas de mi vida y gracias a ellas he sido mejor persona, gracias a ellas he podido ver el rostro de Dios.

Hermana Silvia llegó a mi vida en mi adolescencia cuando las Carmelitas Misioneras Teresianas asumieron la dirección del colegio donde yo estudiaba “Santa Elena”. Su cercanía con las alumnas, su capacidad de relacionarse con todas las personas y su entrega en la hermosa labor de formar personas fueron características que destacaban en ella. Recuerdo con nostalgia cuando nos invitaba a tomar un cafecito con galletas a la dirección o cuando nos regañaba por alguna broma estudiantil. No me ha tocado vivir en comunidad con ella sino hasta ahora, pero a través del tiempo he podido ver en ella una religiosa entregada en las distintas misiones que ha desempeñado, una hermana que se relaciona con todos de manera cordial, una Carmelita Misionera Teresiana convencida de su ser religiosa; he podido ver el inmenso cariño que los alumnos y apoderados de los colegios donde ha servido le tienen, cómo ha pasado a formar parte de la vida de tantas personas a través de la educación.

Hermana Guillermina ha estado presente en distintos momentos de mi vida religiosa: en la comunidad de mi noviciado y también como hermana de comunidad. Ella para mí es ejemplo de servicio abnegado y silencioso, como una hormiguita de aquí para allá, siempre con una sonrisa, siempre contestando “Sí, cómo no” a lo que uno le pidiera. Sus carreras al hospital a dar la comunión, visitar a los enfermos, darles una palabra de ánimo, sus visitas a las familias de la población

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en Hualpén, su participación en la radio de la Arquidiócesis de la Santísima Concepción y cómo cautivaba a sus auditores con su forma de hablar de Dios y las palabras de aliento que les daba, etc.

Ambas son un regalo y un ejemplo a seguir para toda Carmelita Misionera Teresiana. Como bien decía alguien “50 años no se dice fácilmente” , son 50 años de entrega y amor a la Iglesia; 50 años de vida orante, fraterna y misionera, 50 años de ser y hacer familia; 50 años de fidelidad y Gracia; 50 años!!!

Ambas han sido y son don de Dios en mi vida. Doy gracias a Dios por su presencia, por su ejemplo, por su fraternidad, por ser ellas simplemente, por seguir la voluntad de Dios para sus vidas y pido para mí y para cada CMT el poder llegar a celebrar 10, 20, 30 40, 50 ó más años de entrega abnegada como éstas dos hermanas nuestras.

Hna. Marcela Jaque, CMT