Sabemos que Cristo es el camino; Él y su Evangelio son la senda, la única senda para vivir con sentido, fecundidad  y futuro nuestra existencia.

Las lecturas de hoy nos hablan de caminos, de sendas,  que queremos aprender (en el salmo)  sendas a las se nos invita o  somos enviados (en el evangelio), sendas que seguimos o no (en la primera lectura).

El salmo de hoy (Sal 24) repite varias veces “Señor, enséñame tus caminos”,   “instrúyeme en tus sendas”,  una súplica que muchas veces nosotros también hacemos y a través de la cual lo que en el fondo  decimos es “Señor aquí estoy, quiero conocerte”, quiero  moverme hacia Ti; y es que, de alguna manera,  intuimos que sólo por sus sendas llegaremos a puerto seguro, a un final feliz, a la vida verdadera.

Lo intuimos,  queremos aprender, sin embargo no siempre las seguimos porque nuestras distracciones, comodidades, egoísmos,  indiferencias y tibiezas nos van llevando suave y sigilosamente  por otras sendas, muy erradas, engañosas, sucedáneas de aquella que lleva a la vida verdadera.

La primera lectura (Ezequiel 18,25-28) nos dice muy claro que el apartarnos nos llevará a la muerte “Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida”

Hacer la voluntad, los caminos de Dios salva, pero somos nosotros quien elegimos  la vida o la muerte, no Dios. Él nos hizo libres y nosotros elegimos.

Pero, ¿Qué es salvar la vida? Llevarla a su plenitud máxima, una plenitud para la que estamos creados y equipados, una plenitud marcada por la relaciones de amor y autodonación a Dios, su proyecto, su gente… Esa es la verdadera plenitud y nuestra salvación es ser y vivir como quienes realmente somos  en los ojos y el corazón de Dios,: hijos e hijas creados por amor  y para el amor, llamados a  relacionarnos con Él, con nosotros mismos, con los demás, con la creación, con un amor concreto y real, hecho de gestos concretos..

El amor que perdona salva, salva de la amargura y el resentimiento; el amor que acoge pone en práctica lo mejor de nosotros mismos, lo más genuino de nuestra identidad de hermanos; el amor que sirve,  salva del egoísmo y la soledad, de la esterilidad,  el amor que es fiel y permanece, nos salva de vacío y sin sentido. El amor en todas sus expresiones es salvador.

Pero este  amor no es algo alienante entre Dios y yo, el hermano que tengo al lado y yo. No.  Este amor nos empuja a ir a la viña del Señor. Tú y yo y todos recibimos a diario la invitación del evangelio “Hijo [hija] ve hoy a trabajar en la viña”, la viña de cada día, de la familia, del trabajo, la sociedad y sus procesos, la  historia, la humanidad. Y la podemos aceptar o rechazar. Lo importante es no engañarnos a nosotros mismos, diciendo que vamos-haciendo como si fuésemos- cuando en realidad no estamos dispuestos a poner un pie comprometido en ella.

Tantas veces decimos que vamos y sin embargo no lo hacemos porque  la vida nos ofrece ¡justo esta nueva oportunidad!,   porque somos perezosos,  no tenemos ganas, nos duele dejar, soltar estilos, cosas y personas que nos atan, porque sabemos que ir a trabajar   en serio  a la viña del Señor nos va a trastornar la vida y estamos tan cómodos en lo nuestro.

Gracias a Dios muchas otras veces hay quienes si acogen la invitación y se deciden a seguir los caminos del Señor, a amar en concreto, dejando lo que hay que dejar, perdiendo lo que hay que perder,  escuchando con el corazón la voz de nuestro Padre y Creador susurrándonos que en su viña y junto a los demás está e único camino de salvación, en su viña u junto s los demás. A esa viña no se va  a trabajar solos, vamos con otros, y en esa comunidad de varios está la totalidad de lo que podemos esperar, soñar y buscar. Allí, en la viña, está la vida y salvación.

Ciertamente quien vive así no morirá, sino que vivirá en plenitud, en su vida habrá luz, sentido gozo, sonrisas, historias bellas, tantas cosas que al llegar la noche le harán sentir una gran una alegría y una paz “que este mundo no entiende”.

Arriesguémonos s pedir con sinceridad de corazón, Señor enséñame tus caminos y luego cuando escuchemos su voz diciéndonos “Hijo [hija] ve hoy a trabajar en la viña”,  ¡Vayamos! Allí nos esperan otros,  allí hay campo para entregar nuestros y recibir los de los demás, allí podemos entregar nuestro grano de arena para construir  un mundo más humano, más justo, más fraterno.  .  Atrevámonos a dejar nuestras perezas y comodidades, vayamos a la viña,  salgamos al campo de batalla que es cada día,  donde  seguir a Cristo no es fácil ni atractivo ni popular,  pero donde sin embargo seremos quien somos en plenitud: hijos e hijas muy amados que responden al llamado del amor y la misión.

Sí, es tiempo de salir. También nos lo ha dicho el Papa Francisco una y otra vez… salir… ser una Iglesia en salida.  Salgamos sin miedo porque Cristo es el camino y la salvación.