Patricia Beltrán (50) fue una religiosa que se paseó por los prostíbulos de Santiago y Valparaíso hablándoles de Dios a las chicas de minifalda, mientras, detrás de la barra, los clientes se persignaban. Hoy, dejó el hábito y recibe a esas mujeres en Betania Acoge, la fundación que creó para ayudarlas a cambiar de vida. Esta es la historia de una monja que ya no es monja y de unas trabajadoras sexuales que, gracias a ella, dejaron de serlo.

En 2010, cuando comenzó a visitar los cabarets de Valparaíso y Santiago, Patricia Beltrán (50) era una monja de la congregación de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento que usaba un hábito gris. Su rutina era así: le pedía al dueño del local nocturno entrar a rezar bajo las luces de neón.

El regente de El Sexy Show y de otros locales similares del puerto, la rechazaba varias veces, hasta que por cansancio la dejaba entrar. Ahí, en la pista de baile ubicada frente a la Plaza Victoria, entre cigarrillos, jales y piscolas, las mujeres de la noche se desahogaban, le contaban sus historias más desgraciadas. Patricia decía una oración, las abrazaba y les hacía la señal de la cruz en la frente, mientras de fondo sonaba la canción “muévelo, muévelo, cómo lo hace”. Luego, les daba su teléfono y se iba a otro cabaret.

Los clientes se persignaban agarrados del trago, al verla pasar. El cafiche –pensándolo mejor– se alegraba de la presencia de Dios en el local y las veces siguientes que Patricia aparecía en la puerta, la dejaba pasar a rezar. Hasta que con el tiempo, alguna de las chicas abandonó las pistas y se fue con la monja de hábito gris.

–¡Y yo que dejaba pasar a la monja, confiado! ¡Y se llevó a mis cabras! ¡A las mejores!– alegaba Daniel, un regente que ya está muerto.

Hoy, Lorenza, una de las mujeres que dejó El Sexy Show siguiendo a la monjita, le pregunta a Patricia –que ya no es monja– si quiere comer charquicán. Almuerzan juntas, como todos los días en Betania Acoge, la fundación que Patricia creó a un costado del Congreso Nacional de Valparaíso, poco después de dejar su congregación.

En ese lugar, Patricia les brinda “acompañamiento espiritual” a las chicas: las escucha, las orienta y les gestiona becas para capacitación y educación formal en diferentes institutos profesionales. Junto a otras profesionales les da apoyo sicológico especializado, asistencia social y material (cajas de mercadería, pañales, artículos de limpieza) para sostenerlas económicamente mientras las mujeres dejan la prostitución.

Lorenza es una de ellas: hace tres años llamó a Patricia y le dijo que no quería seguir con la vida que tenía.

–A mí me gustaba la plata, pero quería ver la luz. Secaba mi ropa con lentejuelas entre las frazadas para que mis hijos no la vieran y no sospecharan que su mamá andaba por ahí vendiéndose para comprar leche.

Hasta la fecha, la fundación se ha relacionado con 80 mujeres de Valparaíso y a 30 las ha reinsertado en puestos de trabajo remunerado, a tres las ha ayudado para que estudien Técnico en Enfermería, a otra para que curse Estética Integral y a otra más para que complete la enseñanza media. Y hay dos mujeres más a las que asesoró para postular al capital Abeja de Sercotec, pues quieren concretar una idea de negocio independiente.

Patricia reúne la plata para financiar su labor con distintos aportes de empresarios, que ella misma gestiona desayuno a desayuno, reunión a reunión, gota a gota.

Por esta labor recibió en 2014 el premio Mujer Impacta, que destaca a las mujeres que están generando cambios en su entorno, y el premio a las líderes sociales de la Fundación Semilla. En 2012 fue elegida una de las 10 mujeres líderes de la V Región. Y en 2011 fue declarada Ciudadana Ilustre de Valparaíso.

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Son las 13:30 horas. Las ex mujeres de la noche comienzan a llegar como si esta fuera su casa y Patricia, la mamá. Hay pan batido, margarina, ensalada de tomates y de postre, frutillas en forma de corazón.

Las frutillas pueden ser untadas en chocolate o en sopa de arvejas.

La elección es una actividad donde la asistente social de la fundación, Claudia González, les enseña que untar el corazón en chocolate es la metáfora del buen trato, del amor, de las palabras cariñosas, del autocuidado, del respeto. Y untar la frutilla en la sopa de arvejas sería como aceptar “la cosificación de la mujer, vender el cuerpo por plata”. La frutilla en la sopa también son los golpes, los insultos, los celos, la mala vida.

Todas untan las frutillas en el chocolate derretido.

Antes de conocer a la hermana Patty, como le dicen a Patricia, aunque ya no usa hábito, Camila (28) untaba su corazón en puré de arvejas.

–Mi primer trabajo fue a los 18 años en el Conducta Cero. Era el boom de la época. Pasé por fuera y vi un letrero que decía: “Se necesita señorita buena presencia”. Andaba corta de plata y entré, aunque no era voluptuosa, no andaba con escote, era una chica normal. El del local me dijo: “A ver, levántate la polera. Date una vuelta: tenís guata, pero eres bonita de cara. Ven mañana”. Estuve dos años sirviendo jugos y café en colaless. La primera vez que me subí a una barra a bailar me tiritaban las piernas. Por las piscolas que les sacábamos a los clientes nos daban 1.500 pesos; por los otros tragos, la mitad de lo que costaran. En una noche me hacía 100 mil pesos. Y eso para mí era mucha plata. En esa época se corría el rumor de la monja que ayudaba a prostitutas acá en el puerto, pero yo necesitaba las cien lucas, no rezar.

¿Cómo compitió la ex hermana Patty con la plata que ganaban las chiquillas en la noche? Así lo contesta:

–No compito. Ellas llegan acá porque ya no quieren más guerra. El trago, las drogas o la prostitución las deja sin vida. A veces sin hijos, sin dientes, sin nada. Tocan fondo y en Betania Acoge nadie las juzga. Acá siempre hay un plato de comida y cariño. Mucho cariño. Nadie las apunta con el dedo.

Patricia, esta tarde, va de taco medio y falda. Lleva el pelo teñido de color café y sonríe mientras conduce un auto blanco o anda en micro, “porque los estacionamientos son muy caros”. Por celular consigue que los empresarios le vayan a dejar leche, pañales, mercadería o lo que haga falta. También gestiona becas de estudio, capacitaciones, asesorías sicológicas, médicos para sus “chiquillas”. Incluso, los trabajadores del Congreso –no los honorables– le donan mensualmente una suma de dinero que les descuentan por planilla.

Cuando Patricia Beltrán dejó el convento estaba desprovista, pero una amiga le dio una falda. Otra le dio zapatos. Y ella entró a probarse una blusa en una multitienda para ver cómo era eso de comprarse una tenida.

–Me demoré tres horas en elegir, pero salí vestida con una blusa sencilla. La otra duda era: ¿cómo me peinaba?, ¿dónde podría vivir y de qué?  Aparecieron varias personas que me tendieron la mano. Una sobrina que estudiaba Ingeniería Civil en la Universidad Federico Santa María me hospedó en su casa. Después unos amigos me prestaron un departamento durante un año, sin tener que pagar nada. Seguí con mi labor de ir a los burdeles a decirles a las mujeres que podía seguir ayudándolas, aún sin hábito. Me juntaba con ellas en la Plaza Victoria o en la cafetería de un supermercado de Valparaíso a escuchar sus historias. Con cinco chiquillas jóvenes inauguramos la fundación. Nos conseguimos este local, por el que pagamos un arriendo. Y busqué empresarios muy generosos con los que armé un directorio. El nombre Betania lo soñé. Soñé que Jesucristo entraba a la ciudad de Betania a descansar. Y aquí ellas, las chiquillas, vienen a eso: a descansar de la vida que llevan.

Consuelo está descansando en un sillón de cuerina. A Consuelo se le murió su mamá cuando tenía 12 años. Falleció por tomar tanto. Su papá, que era un hombre que medía dos metros, la cuidó, pero no tanto. La niña se iba a la Plaza Victoria de Valparaíso a pasar las noches con una pandilla. En una de esas pasó el furgón de Carabineros y se la llevaron al Tribunal de Menores de Playa Ancha.

–Papá, sácame de aquí– le imploró al padre que habló con la jueza. El padre la sacó, pero tuvo que casarse: tenía 13 años. Duró un mes el matrimonio, porque el joven marido de 20 años le dejó el ojo morado de un golpe.

Volvió a la Plaza Victoria y allí una mujer le preguntó si estaba para hacer negocios buenos. Ella dijo que sí y dice que la contactaron con un hombre viejo que quería acostarse con dos menores en el hotel aledaño a los baños turcos de Valparaíso. Las niñas subieron al hotel y estaban dispuestas. Pero algo le pasó a Consuelo: dijo que iba al baño y huyó.

Al intento siguiente sí se atrevió.

–Para mí 15 lucas era un montón de plata, así que lo hacía nomás, con los ojos bien cerrados.

Era guapa, Consuelo. Caminaba sin pretensión por los cerros del puerto. Y se volvió a matrimoniar. Una noche, después de la teleserie, llegó un cuñado con unas rayas de coca.

–¿Quieres probar?– le propuso. Y ella, que no tomaba ni alcohol, dijo que sí.

–Valía 2.500 pesos la dosis y desde esa noche moví cielo, mar y tierra para conseguir cocaína. A mí esa droga me calmaba. Plata que me llegaba, plata que gastaba. Hasta el sueldo de mi marido, todo lo gastábamos en coca. Al día siguiente, cuando no teníamos qué darles de comer a nuestros hijos, nos echábamos la culpa: “¡Tú fuiste! ¿Por qué no me paraste?”. Y ahí fue que me vi obligada a, de vez en cuando, volver a la prostitución. Con 15 lucas me las arreglaba por un tiempo. Mucha droga y poca comida. Mis hijos crecieron internados y yo por ahí, en la calle. Con los años me estabilicé, pero tuve recaídas. Una fue tan penca que desaparecí tres días. Mi hija, que ya tenía 17 años, puso una denuncia por presunta desgracia. Andaba drogándome, haciendo leseras. Había tenido otra hija y me la quitaron. Le dieron la custodia de mi niña chica a mi hija mayor, que es una mujer muy centrada.

¿Tu hija es como tu mamá? – Sí.

Consuelo no tiene cara de drogadicta. Es realmente bonita, dulce y pequeña.

Hoy, después de varios tratamientos en Betania Acoge, le devolvieron la custodia de su hija y cuando le viene la angustia –casi todos los días– baja del Camino Viejo del Cerro Rocuant a Betania Acoge, donde se siente “en paz”. Allí ayuda a cocinar, a barrer, a comprar, a lo que sea. Cuando encuentra trabajo, trabaja. Los miércoles vende cachureos en una feria libre. Además, se inscribió en los cursos de la fundación para terminar octavo básico. Recientemente trabajó en el Congreso y en Corona, haciendo aseo industrial después de un curso que siguió en Betania.

–Con esa platita compré una lavadora y una juguera. Estoy armando mi nueva vida. Hasta un curso de modelaje hice.

Macarena (28 años) unta una frutilla en el chocolate derretido de la actividad. Saborea, cierra los ojos y ordena su historia:

“Yo les sacaba plata a los hombres bailando. Nunca llegó ni mi papá ni mi hermano, por suerte solo un vecino. Y la hermana Patty, que me inyectó el bichito de salirme de eso. Ahora estoy estudiando. Siempre tuve ganas de estudiar, ¿pero cómo me iba a pagar una carrera si lo que ganaba era para comer? En mi casa vivimos 17 personas hacinadas. A mí me gusta criminalística: veo una serie y siempre sé quién es el malo. Pero me metí al área de la salud porque es más práctico. Busqué una beca por el gobierno. Me dieron 600 mil pesos más una mensualidad de 32 mil. Me faltaban 840 mil para pagar todo. Un día me llamó la hermana Patty y me dijo: ‘Maca, salió la beca’.  Terminé el semestre con promedio 6. La sufrí. ¡Soñaba con la célula! Pero pasé. Acá en Betania me ayudan con el Power Point y a veces no tengo plata para la micro y me pasan. O mercadería. Le digo: ‘Hermana, sabe que no tengo champú ’, y me pasa. O leche para el Gonzalo, y me pasa. Él, mi hijo, cuando trabajaba en la noche gritaba ‘¡odio a la profesora, odio a todo el mundo, me quiero matar!’. Tuve que llevarlo al neurólogo. Cuando dejé de trabajar hubo un cambio rotundo. Ganó un premio al esfuerzo. Ahora yo con suerte ando a las 8 de la noche en la calle. Me encanta el uniforme del hospital, me siento feliz. Fue una gran hazaña y sigue siendo una gran hazaña, porque uno nunca sabe.

Mirta, 37 años, dejó de trabajar de noche porque la hermana Patty le dio una beca para estudiar Técnico en Enfermería. Viene a Betania Acoge con la noticia de que pasó a segundo año con todos los ramos aprobados. Antes de almorzar con las demás, resume su cambio entre un alto de cajas con mercadería que le acaban de donar a la ex monja: “Conocí a la hermana en un night club. Ella entraba con hábito y era muy raro verla ahí, siempre sonriendo entre mujeres piluchas y hombres curados. Yo ganaba harta plata y tomaba harto. Era imposible no tomar: uno pasa tanta cosa. Mis compañeras eran dueñas de casa, estudiantes de Pedagogía, madres solteras, niñas normales. Uno se cambiaba la ropa en el local. Los hombres llegaban por coca y por sexo. Un día vine a ver de qué se trataba Betania Acoge y no dejé de venir más porque acá me sentí bien. Pero, por plata, no pensaba salirme de la noche. A veces no tenía almuerzo y aquí siempre había comida. Cuando salió la oportunidad de estudiar dejé al tiro la noche. En mi primer día de clases sentí que hablaban chino. Le dije a mi hija mayor en qué trabajaba, porque la confianza está en que no hayan secretos. Yo soy su papá y su mamá. Ahora estoy bien sicológicamente. Si tengo que llorar, lloro. Pero estoy dichosa y orgullosa de mí misma. Me acuesto cuando terminan las noticias. ¿Vamos a almorzar? Me dio hambre”.

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Lorenza va a comprar pan. Compra también mortadela de pollo y servilletas. En el camino, arrastrando la bolsa, retrocede a su infancia:

“Tuve una niñez feliz. En el Hogar de Cristo me decían la Súper 8 porque era negrita. Ahí me daban comida, me bañaban y me cuidaban porque era la más chica. A mi mamá la vi una sola vez en mi vida, cuando tenía 27 años. Después tuve una madrastra. Cuando salí del hogar me fui con mi papá, pero empecé a sufrir. Él trabajaba como maestro de cocina en restoranes y llegaba con lomitos a la casa, pero mi madrastra no nos daba ni a mí ni a mi hermana, solo les daba a sus hijos y nosotras quedábamos mirando. Era mala”. Un día, por un pedazo de carne, mi hermana y yo le sacamos la mugre. La madrastra se fue y nos quedamos durante un mes con mi papá: fuimos tan felices los tres. Pero eso duró poco, porque la vieja exigió, para volver a la casa, que nosotras nos fuéramos. Y nos fuimos. Pasé hambre. Una amiga me llevó a un café a trabajar. Empecé en el Flamingo de Mapocho. Decía que servía café, pero era con tutti la cosa. Me ponía falditas cortas y me decían la Claudia Miranda o La Fiera. Pero ganaba harta plata y podía comprarles a mis hijos zapatillas Bubble Gummers”.

Después me vine a Valparaíso. Vivíamos en una casa okupa arriba del Sixty Nine, un pub. Estaba súper buena para tomar, me estaba destruyendo. Y mis hijos crecían: esto no podía seguir así. Fue ahí que me acordé de la hermana Patty, a quien había conocido en El Sexy Show. Vine a verla y me recibió como una madre, nunca más me fui de su lado. Hice un curso para cuidar abuelitos, le conté la verdad a mi hija, dejé el copete, pero me puse a comer y a comer. Acá me sugirieron cambiar la cerveza por agua. Ahora mismo me voy a tomar un vasito de agua”.

Suena el teléfono de la Hermana Patty: es una profesora de yoga que le ofrece clases de relajación para las mujeres de Betania. Michelle Bachelet está en Valparaíso y la invita a un desayuno con mujeres del Fosis. Mañana tiene reunión con los gerentes  que forman Desafío de Humanidad, un grupo que, entre otras misiones, brinda coaching colectivo para líderes.

Es mediodía. Patricia Beltrán estaciona el auto blanco frente a la fundación. Viene cargada de mercadería donada. Pasa un hombre y ella le pide ayuda para descargar. Entre todos llenan una pieza con canastas familiares. Esto se parece a lo que hacía en Curacautín, donde nació: le pedía ropa a la gente que tenía más o les sacaba a sus papás para hacer trueque. Cambiaba camisas por pollos. Pantalones por chanchitos. Suéteres por huevos. Después transformaba el botín en plata y hacía misiones en las reducciones indígenas. En su casa siempre la esperaba su mamá con un platito de sopa.

–Si yo tenía, ¿por qué los demás no podían tener? Siempre he sido así, entregada a los demás.

Y usted Patricia, ¿por qué hace lo que hace?

–Es el Señor Jesucristo quien me mueve: por Él muevo montañas.

Y esta noche, en nombre de Dios, entra a un prostíbulo. Y luego a otro y a otro más.

FUENTE: www.paula.cl //Paula 1167. Sábado 14 de febrero de 2015. Por Andrea Lagos.